La que murió

Dejemos que el mundo se vaya al diablo, para que dejemos de volvernos azules y vomitar el tiempo. Son absurdos los sentidos de los monarcas, las histerias rojas del vivido pasado, del humectante sentir del pesimismo. Si recojo mis agallas del tibio suelo, para que me sirve tu mirada? si rota está.

Soy destellos de la gloria benevolente del ausente, del que no existe más, tengo mis recorridos marcados por el sur y la voz entrecortada de tanto dudar. Mis pálidos astutos retoman tus vocablos, y son los que reparten sustos a los niños del barrio. Son ellos, quienes entre descargas automáticas y silenciosos mensajes de temor, recogen mis miedos, empacan tus bosquejos y queman los húmedos retozos de lo que ya se acabó.

Si son putos, o molestos, si son repetidos en el mundo del ayer, ellos no mantienen nuestras vidas en conjunto, si no que nos separan por el humo estupefacto del asqueroso buen vivir. La comodidad del anhelo amarillo, el trabajo reposado en la mesa del salón, sin ellos, somos nadie y lo somos todo. Sin ellos, recibimos puntualmente consejos sin vocación. Palabras muertas, copas vacías, libros sin leer, viajes sin planear.

Si pudiera retomar un poco de la ella que murió, otorgaría mi frente a los sabios campesinos del lugar donde crecí, revolvería la nostalgia de la pólvora y el café. De los toldillos transparentes y los aguacates podridos en el jardín.

Pero afuera, el mundo pasa, el aire congela las ideas, el silencio deteriora la inmensidad del puerto de aves metálicas. Adentro, soy nada, solo dedos en teclas oscuras de plástico hecho en china, soy ojos negros sin alma ni son, soy muerta en líquidos violentos, en sudor putrefacto de corazón cansado. Soy el fantasma de la inocencia. Soy otra, soy la misma, soy el reflejo en la ventana. Soy, en silencio, la imbécil del papel.

 

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